lunes, 16 de junio de 2008

El anillo


Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?

El maestro sin mirarlo, le, dijo: Cuanto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, debo resolver primero mi propio problema. Quizá después...

-y haciendo una pausa agregó: si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este problema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar.

- E...encantado,- maestro- titubeó el joven, pero sintió que otra vez era desvalorizado, y sus necesidades postergadas.

Bien, asintió el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño y dándoselo al muchacho, agregó- toma el caballo que está allá afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Ve y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas. El joven tomó el anillo y partió.

Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo. Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo.

En afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro y rechazó la oferta. Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado, más de cien personas-, abatido por su fracaso montó su caballo y regresó.

¡Cuánto hubiera deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro! Podría entonces habérsela entregado él mismo al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y ayuda. Entró en la habitación.

-Maestro- dijo- lo siento, no se puede conseguir lo que me pediste. Quizá pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.

-Qué importante lo que dijiste, joven amigo- contestó sonriente el maestro-.

Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él para saberlo? Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuánto te da por él. Pero no importa lo que ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.

El joven volvió a cabalgar. El joyero examinó el anillo a la luz del candil con su lupa, lo pesó y luego le dijo:

-Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender YA, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo

- ¡ 58 MONEDAS ! Exclamó el joven.

Sí, replicó el joyero- yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé... si la venta es urgente...

El joven corrió emocionado a la casa del maestro a contarle lo sucedido. -Siéntate- dijo el maestro después de escucharlo- Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede revaluarte verdaderamente un experto.


¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor? Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño.

Todos somos como esta joya, valiosos y únicos y andamos por todos los mercados de la vida pretendiendo que personas inexpertas nos valoren.

Debemos estar seguros que para el experto por excelencia somos de un valor incalculable, no solo porque conoce mejor que nadie nuestra vida sino aún mejor, fué El quien nos creó a su imagen y semejanza (Gen 1:27).

¿Puede alguien ser más importante que eso?
¡Somos la obra maestra de Dios!

El Bordado de Dios


Cuando yo era pequeño, mi mamá solía coser mucho.

Y me sentaba cerca de ella y le preguntaba qué estaba haciendo.

Ella me respondía que estaba bordando.

Yo observaba el trabajo de mi mamá desde una posición más baja que donde estaba sentada ella, así que siempre me quejaba diciéndole que desde mi punto de vista lo que estaba haciendo me parecía muy confuso.

Ella me sonreía, miraba hacia abajo y gentilmente me decía: "Hijo, ve afuera a jugar un rato y cuando haya terminado mi bordado te pondré sobre mi regazo y te dejaré verlo desde mi posición”.

Me preguntaba porqué ella usaba algunos hilos de colores oscuros y porqué me parecían tan desordenados desde donde yo estaba.

Unos minutos más tarde escuchaba la voz de mi mamá diciéndome: “Hijo, ven y siéntate en mi regazo."

Yo lo hacía de inmediato y me sorprendía y emocionaba al ver la hermosa flor o el bello atardecer en el bordado. No podía creerlo; desde abajo se veía tan confuso.

Entonces mi mamá me decía: "Hijo mío, desde abajo se veía confuso y desordenado, pero no te dabas cuenta de que había un plan arriba. Había un diseño, sólo lo estaba siguiendo. Ahora míralo desde mi posición y sabrás lo que estaba haciendo."

Muchas veces a lo largo de los años he mirado al Cielo y he dicho: "Padre, ¿qué estás haciendo?

El responde: "Estoy bordando tu vida."

Entonces yo le replico: "Pero se ve tan confuso, es un desorden. Los hilos parecen tan oscuros, ¿Por qué no son más brillantes?"

El Padre parecía decirme: "Mi niño, ocúpate de tu trabajo haciendo el mío y un día te traeré al cielo y te pondré sobre mi regazo y verás el plan desde mi posición. Entonces entenderás..."